
Acudí a la cita sin saber qué me esperaba tras la puerta herrumbrosa de aquel edificio de ladrillos vista a las afueras de Barcelona. El callejón por el que se llegaba al lugar olía a orines y estaba mal iluminado, pero sobre la puerta una luz roja indicaba el lugar. Al entrar, dos guardias de seguridad tomaron nota de nuestros nombres y nos pidieron que esperáramos unos minutos. El sitio me pareció asfixiante y opresivo pese a que la sala en la que esperamos era amplia y estaba bien iluminada. Tal vez fuera la insonorización, la sensación de total aislamiento del exterior que se experimentaba allí dentro lo que me hacía sentirme enjaulada.
No iba sola. La invitación procedía de Lidia, la organizadora, amiga íntima y compañera de aventuras de mi acompañante. Ella misma salió a recibirnos: una mujer alta de unos 55 años, con un rictus serio, rubia, enfundada en un Armani que parecía hecho a medida. Cuando nos vio, sonrió brevemente y las pequeñas arrugas en torno a su boca le restaron gravedad al aire circunspecto con el que se había acercado a nosotros. Me miró de arriba a abajo y susurró:
“Por fin nos conocemos. ¿Estás preparada?”.
Debió ver la indecisión pintada en mis ojos y mientras besaba a mi acompañante le dijo:
“¡No me puedo creer que no la hayas puesto en antecedentes!”. Él sonrió mientras negaba con la cabeza.
“Eres incorregible, Jorge”, concluyó entre risas.
Jorge y yo solíamos vernos una o dos veces al mes y nunca consultaba conmigo lo que haríamos. La incertidumbre que generaban sus salidas las compensaba ampliamente con su instinto: hiciéramos lo que hiciéramos siempre me sorprendía gratamente. Camino del lugar había salpicado la conversación con alguna vaga explicación: “Apenas durará una hora –me había dicho. Todo ocurrirá en un entorno controlado y con las garantías de higiene y de seguridad adecuadas”. Sus palabras dejaban un margen muy amplio a la especulación pero decidí no pensar demasiado en ello y dejarme sorprender.
“Ya está todo preparado”, dijo ella. “¿Vamos?” y tomándome de la mano avanzamos por un largo pasillo hasta una segunda sala de donde provenía un murmullo sordo de voces. Mi atención la acaparó enseguida un escenario circular, elevado un par de centímetros del suelo, alrededor del cual se sentaban los espectadores. Una luz blanca cenital iluminaba el espacio y la silla de dentista que había en el centro. La silla parecía algo desvencijada. Alguien había fijado a ella unas anchas correas de cuero marrón con hebillas plateadas que brillaban bajo la fría luz de los reflectores. Junto a ella, un taburete de altura regulable y una pequeña mesa auxiliar. Enormes espejos por encima de nuestras cabezas reflejarían lo que ocurriera en el escenario desde diversos ángulos ofreciendo una visión más detallada a aquellos que se sentaban en las filas más alejadas. Interrogué a Jorge con la mirada pero él se limitó a conducirme hasta las tres únicas sillas que quedaban libres en primera fila justo en el momento en el que alguien atenuaba las luces y dejaba la zona de los espectadores en penumbra. Las voces se acallaron.
Por un pasillo abierto entre las filas de sillas avanzaba un señor de unos 50 años que llevaba de la mano a una chica muy delgada, descalza, no mayor de 30. Un fino camisón de lino dejaba al descubierto sus brazos y una piel blanca que en el rostro se tornaba lívida. El pelo negro, largo y sin recoger, caía en rizos sobre sus hombros. Avanzaba como posándose a cada paso sobre el suelo, con la mirada algo perdida, un tanto nublada, aferrada a la mano de él.
La ayudó a subir a la silla como quien guía de la mano a un niño pequeño para cruzar la calle, despacio y atento a cada uno de sus pasos, intentado adelantarse a cualquier movimiento en falso que ella pudiera hacer. Una vez instalada en ella, comenzó a atarla con tanta delicadeza como si sus huesos fueran de cristal. Primero la muñeca derecha y, tras un leve gesto de asentimiento por parte de ella, la izquierda. Luego siguió con otras correas por encima del codo y otras dos en los tobillos. Mirándola sonriente apartó un mechón de pelo que le caía por la mejilla y lo colocó detrás de la oreja. La besó en la frente y fijó una última correa en torno a su cabeza. Finalmente se agachó y abrió un maletín que descansaba en el suelo y que hasta entonces había permanecido fuera de mi ángulo de visión. Extrajo de él un paño blanco que extendió sobre la mesilla auxiliar. Tuve que mirar su reflejo en los espejos para distinguir lo que fue disponiendo con parsimoniosa meticulosidad sobre el paño: unas agujas curvas, pinzas, tijeras, hilo negro, guantes de silicona, una botella de antiséptico, algodón, gasa estéril y un recipiente de aluminio. Me volví hacia Jorge con incredulidad, sin atreverme a adivinar lo que iba a ocurrir. Él me apretó la mano instándome a seguir mirando.
“¿Estás preparada, muchachita?”, le preguntó en un susurro apenas audible por la primera fila de espectadores.
“Lo está”, pensé.
En esta posición no ves lo que ocurre a tu alrededor, solo sientes la presencia de una gente que no te importa y que por suerte permanece en silencio. Aunque tampoco estás muy segura de si los hubieses oído en caso de que murmurasen o hablaran en voz alta. Solo estáis él y tú. Y la luz. Y ese enorme deseo de que todo empiece para que todo acabe. De una vez.
Se acerca y hueles el antiséptico antes de que roce tu piel. El tacto es suave, consigues centrar la mirada y ves la gasa bajo tu nariz. Está limpiando con mimo el labio superior y el olor entra directamente en tus fosas nasales. Sigue con el labio inferior. Ahora se aleja. No te gusta que se aleje. Sabes que apenas son unos centímetros pero no puedes mover la cabeza, lo que te impide verle. Vuelve a acercarse con un bastoncillo fino mojado en tintura azul con el que señala cuatro puntos sobre el labio superior y otros cuatro bajo el inferior. La ruta ya está marcada.
Miras al techo y ves tu imagen reflejada en el espejo que cuelga por encima de ti. ¡Se te ve tan pequeña en esa silla! Ves en el espejo cómo se acerca, su mano, la aguja en su mano, el hilo negro en la aguja. Sientes el primer pinchazo en el labio inferior. De abajo a arriba, recuerdas. Ha de ser de abajo a arriba. El instinto te hace mover la cabeza, huir del dolor que comienza a extenderse por tu cara, pero la correa en tu frente cumple su función. Él se detiene un segundo, te mira y continúa. La aguja atraviesa el tejido y abandona el labio inferior. Su dedo sujeta con fuerza el labio superior y la aguja vuelve a traspasar tu piel para salir cerca de tu nariz. No habías previsto el escalofrío que produce el hilo corriendo entre tus labios, la sensación áspera del tejido deslizándose dentro de tu piel. Sientes un leve tirón: el primer nudo que sella tu boca ya está hecho. Comienzas a llorar.
Ahora toma una segunda aguja y vuelve a traspasarte el labio. El dolor te hace crispar las manos, clavarte las uñas en las palmas, poner en tensión las piernas. Ningún músculo de tu cara delata el llanto, sin embargo las lágrimas no dejan de caer, despacio, mojando el cabezal de la silla. Oyes que algunos espectadores se levantan y se van pero el dolor no te da tregua y el siguiente pinchazo te nubla la vista. Ya no sabes si son las lágrimas o es el dolor lo que te impiden verte en el espejo. Él se acerca solícito para limpiarlas y secar también el sudor que asoma al nacimiento de tu pelo. Te acaricia.
Te preguntas si soportarás la tercera aguja sin perder el conocimiento pero entonces tomas conciencia de que por fin no puedes abrir la boca, y algo dentro de ti sonríe en el mismo momento en que sientes la aguja traspasando el labio superior: te sorprende la facilidad con la que tu carne deja paso a la invasión.
“Solo queda uno”, te dice.
Asientes.
El último punto casi ni lo sientes. Tienes adormecida la cara y asistes a la operación como si no estuviera aconteciendo en tu cuerpo. Ves sus dedos, hábiles, empujando suavemente la aguja hasta que el labio cede por última vez y cómo anuda con suavidad el cabo que queda suelto.
“Esto te va a doler”, crees entender.
Recuerdas lo que ya sabes: no huyas del dolor. Abrázalo. El antiséptico te arranca un grito que nace y muere en tu garganta. Él se detiene y te contempla. Lees el orgullo en su mirada. Sabe que no intentarás abrir la boca pero el dolor en tu rostro… estás tan hermosa… .
De pronto sientes la paz que hacía tanto que ansiabas. Todo está tranquilo y queda lejos. Lejos el sufrimiento y la ansiedad. Lejos las lágrimas y el abandono. Lejos la incomprensión, la incertidumbre y la debilidad. Lejos la sensación de entrega malgastada. Solo tú y el dolor. Solo tú y tu silencio. Y nada más.

Yo también lloraba. Jorge me abrazó y por encima de su hombro pude ver cómo él le soltaba las correas y la abrazaba. El silencio en la sala se podía cortar con un cuchillo, nadie se atrevía a moverse de la silla. Los labios cosidos de la chica, el hilo negro que le impedía abrir la boca, acaparaban todas las miradas. Lentamente fueron emergiendo algunos comentarios quedos, conversaciones aisladas a media voz.
Él murmuró cosas a su oído durante un rato. Luego la devolvió a la silla, se unió a nosotros y comenzó a hablar con Lidia y Jorge. Me acerqué despacio y me senté junto a ella, sin tocarla, sin hablarle. Solo quería estar cerca, diez minutos, quince, hasta que él volvió y Jorge me tendió la mano para llevarme a una habitación contigua, una especie de camerino que me había pasado inadvertido al entrar. No creo que hubiera soportado contemplar cómo la arrancaba del silencio. Agradecí el bourbon que me puso entre las manos y la conversación ligera, pero no podía dejar de pensar en lo que acababa de vivir. No era yo la que había estado en aquella en la silla pero casi había sentido la aguja traspasándome y el dolor inundando mi cuerpo. Y la excitación, ese impulso salvaje, como cuando un tren pasa a toda velocidad a apenas diez centímetros de ti.
Al ver unas sandalias rojas en el suelo deduje que la ropa ordenada sobre el sofá también era de ella y que estábamos esperando a que volvieran. Jorge quería preguntarle. Quería saber.
Cuando llegaron, ella se sentó en el sofá junto a mí y me tomó de la mano. Las suyas estaban heladas.
“¿Por qué?”, le preguntó Jorge.
Ella lo miró, se miró las manos y respondió:
“Estoy cansada de hablar”.
Yo sonreí.